jueves, 8 de octubre de 2009

PRIMERA PARTE (1938-1948) Capítulo 18: "Lavanderas y molinos"

Y ¡cómo no recordar aquellas jornadas de mañana a tarde, del lavado de ropas en Los Colaeros! Que esfuerzo sobrehumano hacía “mi santa madre” portando un cubo al cuadril, con una mano y con la otra agarrada al asa de una enorme cesta de mimbre abarrotada de ropa sucia, a la ida, y limpia y seca a la vuelta, cuya otra asa agarraba yo como podía y descansando muchas veces pues era sólo un niño. Mientras ella lavaba yo jugaba a la pelota o a los “bolindres” con los amigos, hijos de otras tantas amas de casa y lavanderas.
Y qué ricas nos sabían las modestas meriendas, en las que nunca faltaba chorizo, queso y a veces una jícara de chocolate que esto si que era un lujo. Los hijos de las que iban a lavar por un pobre jornal, tomaban una merienda bastante escasa de alimentación, lo que a mí me daba mucha pena. Por indicación de mi madre y por voluntad mía también, muchas veces compartíamos entre todos lo que había.
Con una sensación maravillosa, ahora recuerdo tantas bonitas cosas y tantos esfuerzos...

¡Cómo resultaba de duro el trigo al molerlo en una especie de molinillo gigante!

Con un puño asido a una rueda grande, el cual, con un gran esfuerzo, hacía girar dicha rueda para que, con un mecanismo apropiado, triturara el grano de trigo, que es de los más duros que existen. Naturalmente, cuando era poca cantidad a moler, pues para hacer un amasijo de quince o veinte panes, lo más frecuente en las casas particulares que podían, se llevaba a la “maquila” de El Molino del Jorobao. Otro maravilloso paraje donde fuimos tantas veces con mi padre a comer y a pescar. Molino de enormes ruedas de piedra que molían con la fuerza (hidráulica) del cauce de la ribera a través de una desviación que formaba una gran “toma de agua”. Allí también fuimos tantas veces a bañarnos en aquellos largos y calurosos veranos de “los cuarenta”.