domingo, 25 de enero de 2009

PRIMERA PARTE 1938-1948. CAPÍTULO 4º: "EL PRACTICANTE Y EL CURA"

Por esta época admiraba mucho a don Ricardo Mena Bernal. Aquél practicante que llegó al pueblo procedente de Castilleja de la Cuesta. Era una gran persona aparte de ser un magnífico profesional. Trabajador incansable, siempre estaba dispuesto a atender a todo el que le necesitaba y a la hora que fuese. Sé que a muchos pobres de solemnidad, no sólo no les cobraba sus servicios, sino que, además, les dejaba alguna pesetilla que otra, de aquellas de papel, debajo de la almohada. Él nunca se lo contó a nadie.
Normalmente el servicio de afeitado y corte de pelo se lo proporcionaba mi padre en su domicilio. Casi siempre yo le acompañaba si no era hora de colegio.
Me gustaba mucho escuchar a este buen hombre. Mirar y remirar aquella casa tan grande y clásica del pueblo, situada en la calle Triana y que, por el fondo, tenía salida a la plaza del Ayuntamiento y a la Iglesia, a través de una enorme cancela. La casa era propiedad de Concha Romero, su esposa. Su único hijo era mi amigo Ricardín, compañero en la escuela y en muchos de los juegos que entonces practicábamos los niños, hasta que se marchó a Sevilla al colegio de Los Escolapios para estudiar el bachiller. Posteriormente hizo Medicina, destacando enseguida como traumatólogo tanto en el Hospital Provincial antiguo, como en su consulta particular. En Sevilla mantuvimos la amistad, pero al hacernos tan mayores perdimos el contacto.
En aquella gran casa se alojó también cuando llegó al pueblo el cura Don José Santiago Montiel, natural de Gines y familiarmente conocido de los Mena. Le cedieron vivienda en la parte alta para él y su tía, que era una mujer cariñosísima. Allí, siendo yo un niño, me iba a aprender pintura al óleo con Don José que era un pintor extraordinario. Como sabía de mi afición al dibujo y a la pintura, enseguida me acogió en su modesto estudio de aquella casa en donde hicimos una gran amistad. Allí adelanté bastante en mis conocimientos del óleo. Algunos años después, viviendo yo en Sevilla, le visité varias veces en Olivares a donde fue trasladado desde Alanís.
Recuerdo entre tantas cosas buenas que tuvo para mí y porque me llamaba mucho la atención como niño, lo que le gustaban los dulces. No se ocultaba para comerlos, y eso que lo hacía casi con devoción. En Olivares, ya mayores los dos, me contó que un día llegó a comerse tres docenas de pasteles, y lo contaba que parecía que se los estaba comiendo en ese momento.